No veo nada. Solo formas desencajada que parecen lejanas. Cómo si tuviera un filtro delante de los ojos y ni frotandolos consigo deshacerme de ese velo diabólico. Veo puntos, blancos y negros, matices de grises, pero ningún color. Parece como si estuviera frente a una pantalla de esas teles de tubo catódico, frente a un programa codificado, donde parece que las hormigas han invadido la pantalla y el sonido hace cosquillas desagradables en los oídos.
Voy avanzando, o eso creo, titubeando lentamente bajo el único sonido de una respiración pesada. Oigo Suspiros fuertes e irregulares. Creo que son míos. La sensación de desequilibrio se intensifica mientras más voy notando la superficie áspera y helada de las paredes. Las paredes ejercen de columna vertebral intentando aguantar todo mi peso, mientras me balanceo más violentamente entre un muro y otro. Avanzo en el pasillo de matices de grises y formas desencajadas, mientras que juraría haber encendido la luz.
Parece que la ropa que llevo es de cemento por el peso añadido que produce a cada paso. Al mismo tiempo la sensación es de llevar una vestimenta de papel maché que va mezclándose a mi cuerpo hasta pegarse y crear una segunda piel. Porque hace tanto calor en invierno? A donde voy?
No voy lejos pero parecen kilómetros. Casi arrastrándome como un lagarto pero sin habilidades por las paredes hasta llegar, por fin, al lugar de salvación. Parecía estar escapandome de algún peligro como en una película de terror donde siempre parece que las víctimas no pueden correr hasta que una fuerza oscura sobrenatural las atrapa. Estoy temiendo por mi vida en silencio.
Mi suerte se confirma: 32. Ese número explica mis sensaciones. Ese número deja cada miembro de mi cuerpo helado contradiciendo el sudor empapando cada milímetro de mi piel. Hasta no retomar el control de mi cuerpo, donde parecía que hasta mi alma quería escaparse, los sentidos siguen desordenados y frágiles. Hasta las emociones parecen congeladas y saldrán todas de golpe cuando salgan de esa hibernación forzada.
Cómo si el botón pausa se haya pulsado y la vida reanudado, vuelvo a tomar el control de mi cuerpo y las emociones fluyen. Una mezcla de impotencia, miedo, tristeza… Un sabor amargo sabiendo que está enfermedad y sus consecuencias me acompañaran para el resto de mi vida. Esas malas aventuras no son las que ocupan la mayoría de mis noches, de mis días, de mis horas de trabajo y demás pero si son impactantes y poderosas. Tienen el poder de para mi vida el tiempo que duren. Tienen el poder de hacerme sentir frágil y de que mi vida depende de un hilo, a veces muy fino.
Este es mi relato de una hipo. Esperando que los que no las sufren en sus propias carnes lo entiendan, y que los que si saben lo que es, sientan que aunque en ese momento parece que estamos solos muchos entendemos exactamente esa sensación.
Melanie