Dani

Yo tuve un debut “original”; pasados los 30 años no es que sea frecuente un diagnóstico de DM1 –tampoco es raro, por otra parte- aunque los síntomas de las 4P eran clarísimos: poliuria, polidipsia, polifagia y pérdida peso.

El desconocimiento sobre la sintomatología de la DM1 y la negación previa al diagnóstico (durante meses) es un clásico entre los recién diagnosticados…añado que internet no era lo que hoy.

Una glucemia en ayunas superior a 300 mg/dl, una tirita de orina que se impregnó de olor intenso a manzana, una glicosilada superior a 15% y un péptido C por los suelos hicieron del diagnóstico una cuestión sencilla.

Argumenté poderosas razones familiares que convencieron al médico de urgencias de turno para que no me ingresara (una auténtica locura la que cometí, pero bueno, no pasó nada). En el área de observación de urgencias experimenté mi primer pinchazo y mi gran primera hipoglucemia.

El desconocimiento lleva –en algunos casos- a la desesperanza. Mi pánico (temblores y llantos incluidos) era porque me imaginaba de “yonki” atándome una cuerda al brazo e inyectándome en vena…

En 3 segundos, se acabaron mis temblores –que 3 horas después volverían por otra causa- el pinchazo de la insulina en el hombro fue indoloro y simple…mi sorpresa no tenía límites.

Tras 3 horas tumbado en una cama, pude vestirme y salir a la calle en busca de un taxi que me devolviera a mi seguridad, a mi cama, a mi casa…mis piernas fallaban, mis manos y brazos se movían sin control…en poco más de 4 horas había pasado de un bonito HI en el glucómetro a unos imponentes 170 mg/dl.
Qué gran valor tuvo el taxista, llevar en su coche a un tipo recién salido de unas urgencias: ojeroso, muy delgado, tembloroso y que sólo hacía que repetir que tenía hambre…

Sin saberlo, estaba disfrutando de mi primera hipoglucemia…salí con lo puesto, sin más indicaciones que un compromiso de acudir al día siguiente a la consulta del médico.

Yo no era un caso normal, nos saltamos varias normas que quizás podrían haber tenido otras consecuencias graves para mi salud, pero hoy lo volvería a repetir y agradezco que me trataran como una persona – como un individuo único – y no como un caso más, entre decenas o centenas, a resolver.

De aquella primera visita, solamente tengo recuerdo de la tranquilidad y la pausa de mi endocrino mientras hablaba y las explicaciones para que subiera al 5º piso a la educación diabetológica…algo que sonaba a escuela.

Mi imagen de ella -mi educadora – es la misma que hoy en día: puerta abierta en su despacho, montones de información encima de la mesa –disponible para quien la quisiera- sonrisa casi siempre presente, amabilidad y paciencia infinitas, pero sobretodo accesibilidad, a casi cualquier hora, sin pretextos, sin excusas, sin negaciones.

De principio nos caímos bien ¿sabes esa situación en la que conectas con una persona desde el principio? Pues eso.

Los detalles son muy importantes.

Mi educadora siempre me cedió la iniciativa, tanto para resolver mis problemas como para profundizar en el conocimiento, el ritmo fue el que yo marqué, llegué hasta donde yo quise llegar.

Siempre se sentó a mi lado, nunca enfrente. Metafórica y realmente eso es muy importante. Los obstáculos físicos (mesas, ordenadores, teléfonos…) molestan en una conversación, y mucho más en un proceso de enseñanza/aprendizaje. No hubo barreras, consiguió que avanzara, que me motivara y que me interesara por mi enfermedad desde el enfoque adecuado.

9 años y medio después, ya soy mayor, he crecido, me considero paciente experto, pero sigo con mi dependencia a sus consejos y sus conversaciones…y a estas alturas no voy a cambiar, ni quiero cambiar, porque me ha ido bien.

Tras casi una década en esto de la DM1, me doy cuenta de la suerte que he tenido: un buen médico y una buena educadora no lo tiene todo el mundo .

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