A VECES SOY DIABÉTICO
Capítulo: El servicio militar
Recuerdo que allá por la tierna edad de dieciséis años a uno lo llamaban, ya, para filas, para hacer el servicio militar, vamos. Claro que con dieciséis años todavía no se podía, era tan solo el primer marcial, un trámite obligado que consistía en una breve revisión médica: estatura mínima que debe superarse, peso máximo que no debe superarse, pies planos, testículos en sus sitio… Igual me he inventado algo, qué más da.
Uno iba al Hospital Militar situado en San Francisco, justo detrás de la Urbanización Copherfam (lo siento por quien no conozca Las Palmas), esa zona exiliada del hábito capitalino, para lo que se suponía era una noticia desagradable, un alto en el camino a la madurez, en el camino del progreso y de los proyectos de futuro (hoy se dan tortas por entrar), o tal vez sería mejor señalar a que uno lo llevaban. Yo, sin embargo, fui con esperanza; fui, entre otras cosas, a demostrar que podía. De hecho, sigo pensando que habría podido, que hasta me habría venido bien.
Poco queda en mi memoria de aquel día salvo lo más importante, lo demás son solo adjetivos prescindibles que adornan un texto de pocas líneas. Estábamos mi madre y yo como únicos habitantes en la sala de espera; ella articulaba consejos que yo desoía sin que ninguno de los dos se atreviera a hacer contacto visual. No alcanzo a escuchar las palabras exactas, pero sé que eran recomendaciones obligadas sobre lo que debía decir y sobre cómo debía actuar. Como si mi madre no supiera que no le iba a hacer caso. Debió empezar con los pellizcones cuando todavía era yo inocente de los cargos que los merecieron después. La puerta de la médica se abrió y de su consulta salió un chico, de mi edad, llorando a moco tendido mientras su madre lo consolaba. Poco tardó en sonar mi nombre desde el fondo de la luminosa habitación. Mi nombre, mi momento. Yo me sentía valiente, bizarro, deseoso y deseado por mi país. Tomamos asiento y comenzó la breve rueda de preguntas de las que solo recuerdo una: ¿Padece usted algún tipo de enfermedad o minusvalía? Respondí que no y mi madre me pellizcó muy fuerte en el muslo. Respondí entonces que era diabético y también entonces vi como los ojos de la austera funcionaria se elevaban por encima de las gafas al tiempo que me infería un «Así que es usted diabético». Me apresuré a explicarle que yo estaba perfectamente, pero otro pellizcón impidió mi alegato. Jamás olvidaré cómo la galena sentenció nuestro primer y último encuentro: «Bueno, pues queda usted exento del servicio militar». Yo mostré mi disconformidad con vehemencia; sentía que se había cometido una grave injusticia hacia mi persona y ni los pellizcones de mi madre podían evitar ya mis protestas. Lo último que queda en mi memoria de aquel fatídico día son las palabras con las que me devolvió a la tierra: «De manera que salió un niño [sí, porque éramos unos críos] llorando porque tiene que hacer el servicio militar… ¿Y tú te me vas a echar a llorar porque no te dejo hacerlo?»
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Leí hace poco un artículo en el que se hablaba de un bombero que acababa de debutar. Se mencionaba en el texto que dicho bombero no iba a ser apartado de sus funciones (desconozco si por ética, por moral o por no rascarse el bolsillo más de lo necesario) y esto me catapultó a una conversación que tuve hace algunos años. Comentaba por aquel entonces que los diabéticos, los buenos diabéticos (no es mi caso), son muy capaces, si bien es cierto que padecemos una enfermedad bastante seria. Y crónica. Se trata de una enfermedad invisible en lo cotidiano pero incansable en su afán de protagonismo. Mi lucha no era, no sigue siendo, la de si podemos ser policías o no; no se trata de si podemos ser bomberos o no; no me empeño en si podemos ser soldados o no; ni tampoco insisto en si podemos conducir guaguas o no, o taxis; si podemos, o no, realizar tareas de vigilancia en áreas que impliquen algún tipo de peligrosidad; tampoco, y termino con la enumeración, si podemos ser azafatos de vuelo o no. Lo que realmente me parece una contradicción, una vergonzante contradicción, es que no se reconozca, en su defecto, ese impedimento. Si se trata de una enfermedad excluyente ―y así se refleja en las bases de cualquier oposición―, ¿por qué no se nos dota de una contraprestación equiparable a la exclusión? No voy a hablar aquí de minusvalías ni incapacidades porque soy consciente de lo delicados que son los matices en este sentido, aunque dejo claro que hablo solo en mi nombre, pero sí que voy a hablar de la evidente y descarada discriminación, y es discriminación en tanto en cuanto no hay una ayuda, una intención, un esfuerzo por integrarnos en el mundo laboral. No se nos puede decir “para esto no sirves, búscate otra cosa”. No somos un Rasca de la Once.
«La única cansada era yo, cansada de ceder.» (Rosa Parks)
Cristo Saavedra.